Palabra, desidentidad y desamor

Vicente Quintero
6 min readJun 14, 2020

La palabra es el espacio de creación, anterior a la misma naturaleza. Esta ha sido, a través de la historia, una de las máximas escolares del mundo judeocristiano y las civilizaciones que se han visto influenciadas por él. En Génesis, uno de los libros que conforman la Biblia y el Tanaj, se dice que el lenguaje es la creación. La naturaleza existe por medio del lenguaje. Mediante la imagen y el ícono, el verbo se hizo carne; lo invisible se volvió visible; la palabra tomó un rostro humano. Clásicamente, la verdad se consideró una correlación entre la palabra o concepto y la esencia misma de la cosa. Una tradición, no solo grecolatina, sino también judeocristiana. Luego, sobre todo a partir de la obra de Friedrich Nietzsche, se ha evaluado a las palabras y los discursos emanados de estas, en términos de voluntad de verdad, más que de verdad en sí misma.

El liturgista, como el poeta, crea con la más inmediata y anterior herramienta para crear: la palabra. El artista plástico crea la belleza que concibe y percibe, así como Dios reproduce en el mundo la belleza de su verbo. Y es que, teológicamente, antes de que el mundo fuera concebido, ya existía la palabra. Una palabra que es hermosa tanto en el orden, como en el desorden.

Si la palabra es un sonido robado al silencio para dar sentido, el silencio es anterior a la palabra. Más que anterior, el silencio es el espacio de lo primordial. La palabra es la respuesta al vacío de lo no-significante, y en ese orden de ideas, es la base de nuestra cultura. Sin el ritmo que impone la pausa, no habría sentido alguno en el verbo. Esos pequeños espacios de silencio, mudos y cortos, integran unas palabras con otras. El silencio entre palabras permite el entendimiento.

La palabra evoca la acción de deshacer. Deshacerse en esa nada que ya no es solamente una nada metafísica. Y en su evocación, es donde está su belleza. La belleza de la palabra está en su papel evocador. La palabra es la materialidad del tiempo y la materialidad del tiempo es la historia. Pero la palabra no solo evoca el tiempo, sino todos los significados de sus significantes. La belleza de la palabra está en su versatilidad. Más que en la fonética, la belleza de la palabra está en la semántica; en el entendimiento, más allá de la posibilidad sonora. En esa vibración que trasciende de los sentidos y cruza los límites de lo superficial.

La hermosura de la palabra no es solo su propósito, sino su despropósito. La palabra nos conmueve desde su versatilidad y nos hace delirar entre la razón y el deseo. No en vano algunos opinan que aprender un segundo idioma es tener una segunda alma. La palabra es la vía, en su propósito y despropósito, para lograr la disertación. Y la belleza guarda una relación muy particular con la causa ejemplar; ella es la que proyecta la luz expresiva del entendimiento del artífice.

Nuestras nociones de identidad, producidas a partir de nuestros procesos de identificación, tienen características cambiantes. El sujeto es consciente de la existencia de la cosa en sí, en la medida que esta tiene un nombre. Lo que no se nombra es como si virtualmente no existiera. El lenguaje, además de ser creación, es existencia y poder. El hombre es parte de un contexto y se desarrolla con él. Las narrativas se modifican, a medida que cambian los actores que ejercen el poder. En esta dinámica, la palabra juega un papel fundamental. A través del lenguaje se crea, configura y transforma la realidad que percibimos. De ahí la importancia de intervenir en él, con el fin de incidir en la realidad percibida. La palabra tiene poder político.

El proceso de nominación, más allá de los límites del signo lingüístico, permite que el sujeto acceda a lo real; la realidad consciente existe en tanto esta pueda ser aprehendida por el lenguaje. La palabra tiene tal poder que ella es, precisamente, el principal recurso en la terapia del psicólogo. Vistas las limitaciones del psicólogo para recetar medicamentos, competencia de los médicos psiquiatras, este trabaja generalmente con terapias que no requieran de fármacos. El psicólogo, entonces, aprende a sanar con las palabras y el silencio entre ellas. La palabra tiene poder curador.

La mímesis, para los antiguos griegos, era el cometido del pintor: su propósito y despropósito. El griego imitaba a la naturaleza y buscaba recrearla. Así, el pintor encontraba en la naturaleza externa los elementos de su identidad. Es decir, a través de la mímesis, el sujeto tomaba rasgos del no-yo (desidentidad) y luego los asumía como suyos. Detrás de la verdad que se afirma hay otra verdad que se niega; afirmar también es negar, debido al carácter bidireccional del sentido. El juicio implica una afirmación. Toda negación es, en sí misma, afirmativa; negar es afirmar una negación. La actitud es idéntica: se cree lo que se afirma o se niega. Más que la negación, el antónimo de la afirmación es la duda.

La desidentidad comienza al asumir como propio lo que no es tal — drama existencial muy característico de fenómenos como la colonización y la transculturización — , mientras que la desidentificación surge ante la discordia del desencanto. El arte es una genuina representación de la desidentidad. La mímesis, modo clásico de ordenar las formas artificiales, es desidentitaria en esencia. El sujeto, forjado en la desidentidad, busca perennemente lo que nunca va a encontrar. Desidéntico para y en sí mismo. La alteridad en uno se hipostasia iconoclásticamente con la disimetría. Los elementos de la identidad son encontrados fuera de sí mismo. Tener una identidad es tener también una desidentidad: ser uno mismo tiene sus alcances y limitaciones. La presencia del sujeto está acompañada de su sombra natural.

La desidentidad puede ser vista como una sublime manifestación del desamor. Así como la belleza de la palabra reside, más en su despropósito que en el propósito, la belleza de la admiración al otro está en el desamor. Desamor hipostasiado en la fascinación. Fascinación que nos inspira a hacer arte. Cada uno es definido por su par contrario; existe por su oposición al otro. Lo que alguien niega de sí mismo dice tanto como lo que afirma. A veces, incluso puede decir mucho más.

Cuando se piensa y se siente algo con pasión, esta se termina expresando; la pasión sincroniza entre sí, muy delicadamente, los universos de la palabra, el pensamiento, la emoción y el sentimiento. La palabra se hace carne y la carne se hace palabra; el deseo de la palabra y el deseo de la carne se tocan. La palabra tiene que pronunciarse con esmero y pasión, sea lo que sea que estamos leyendo: un libro de biología, una colección de poemas o la Sagrada Biblia. La vida, en su sentido más auténtico, se cuenta en aquellos instantes que nos dejan sin aliento. Hacer poesía para filosofar. Hacer poesía para hacer ciencia. Hacer poesía para existir. Hacer poesía para amar. Y hacer poesía para desamar.

¿Qué palabra es la que mejor te define? ¿Y cuál es la más indicada para ‘des’-definirte? No siempre es nuestra identidad asumida lo que nos une a nuestros amigos y parejas sentimentales. También es nuestra desidentidad la que nos lleva hacia ellos: aquello que no somos — o creemos no ser — . La desidentidad del ser está moldeada por sus miedos, temores, fantasías, complejos, anhelos, sueños, metas, deseos reprimidos y carencias. La desfiguración de la imagen que tiene el sujeto de sí mismo y los conceptos asociados a ella, en la medida que la identidad logra ser aprehendida por el lenguaje; enmarcada ella en los límites del proceso de nominación y la escasez de la letra, constantemente al borde del silencio. Más que un significado, la comprensión de la negación de la identidad tiene una trascendencia existencial y redentora en la vida del sujeto. Aceptarse a sí mismo pasa por la búsqueda de la desidentidad y la reconciliación con el no-ser asumido, a través del cuestionamiento del proceso de identificación. La palabra marca al sujeto.

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Written by Vicente Quintero

Social researcher. Politics, Philosophy, History and Economics. Poetry. Amazon: https://www.amazon.com/dp/B08FCTQP3L/

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