La guerra nuclear: La fantasía del botón rojo es la promesa de un fin que nunca llega

Vicente Quintero
8 min readNov 19, 2024

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Mushroom cloud above Nagasaki after atomic bombing on August 9, 1945. Taken from the north west. James Charles, Public domain, via Wikimedia Commons.

Más que destruir el mundo, las armas nucleares destruyen la idea de permanencia. ¿Qué significa coexistir cuando la sombra de lo irreversible sigue en el aire? La fantasía del botón rojo es la promesa de un fin que nunca llega: un apocalipsis diferido alimentando la ansiedad. El mundo no teme a la bomba en sí misma; teme sobre todo al vacío que deja la idea de un apocalipsis siempre pospuesto. A eso que va a pasar y nunca sucede, pero los deja a la expectativa. Lo que pudo ser y no fue.

La amenaza nuclear es muchas cosas en una, pero sobre todo es proyección del deseo humano por la autoaniquilación y la reinvención. En 2024, vivimos en la tensión de un umbral apocalíptico; el miedo como la pulsión primaria que une a la humanidad y a la vez es fuente de goce. La fantasía terrorífica de las armas nucleares, en este sentido, es una expresión extrema de la castración, un recordatorio constante de nuestra impotencia frente al deseo de control total sobre la vida y la muerte.

La humanidad, atrapada entre su propia obsesión por la inmortalidad y su deseo de autodestrucción, acude a las teorías de la conspiración sobre las armas nucleares (con un potencial poder sumamente real y peligroso), en un vaivén. En vísperas del año entrante, esta sombra nuclear casi irreversible pesa como un espectro que transforma al mundo en un campo de ansiedad colectiva, donde la promesa de un apocalipsis pospuesto es más devastadora que su posible cumplimiento.

La corporeidad humana, en el marco de este drama, es un misterio parlante que sufre la descomposición de su propia historia. El cuerpo, que siempre ha sido el lugar de la experiencia, se ve atravesado por el goce del miedo: esa pulsión primaria que une a la humanidad. ¿Qué significa habitar un cuerpo cuando la amenaza de su aniquilación total está suspendida en el aire? La espera del apocalipsis difiere del apocalipsis en sí; es una liturgia del vacío, un tiempo agustiniano donde la guerra no es un acto, sino un estado de ánimo.

Cada botón nuclear, en su diseño fálico y castrador, simboliza la dualidad humana: la búsqueda de un poder absoluto y el reconocimiento de nuestra impotencia frente a él. Vivimos en un orgasmo histórico que nunca llega, en una tensión entre la promesa de destrucción y la frustración de su postergación. La amenaza se convierte, entonces, en un ritual compulsivo, una repetición constante que alimenta el goce de lo no realizado; transformando la política global en una danza de amenazas y represalias. Pero esta danza no es solo parte del juego de poder; es también una forma de exorcizar el miedo al vacío. Al proyectar la amenaza nuclear como un peligro externo, la humanidad evita confrontar su propio deseo de autodestrucción. El verdadero enemigo no es la bomba, sino el goce que produce su posibilidad.

Este ritual obsesivo-compulsivo no pertenece solo a los cuerpos individuales, sino a los gobernantes, los administradores del terror global. Desde sus tronos de poder, estos amos de la destrucción oscilan entre el impulso de apretar el botón y la parálisis ante su propia extinción. La amenaza, lejos de ser un acto final, es una forma de perpetuar su dominio, un teatro donde el miedo se convierte en el único dios que une a los pueblos.

La filosofía de la guerra se encuentra aquí con la psicología del deseo. La amenaza nuclear no es solo la promesa de destrucción, sino un intento de ritualizar el miedo y transformarlo en una forma de control. En este escenario, las armas nucleares encarnan la filosofía de la guerra en su versión más abstracta y visceral. No son solo instrumentos de destrucción, sino proyecciones del deseo humano de reinvención. A través de ellas, la humanidad coquetea con su propia aniquilación como un intento de renacer, de redefinir los límites de su existencia.

Los gobernantes, en su neurosis obsesivo-compulsiva, oscilan entre el impulso de apretar el botón y la parálisis ante su propia extinción. Cada discurso, cada ensayo militar, cada nuevo misil es un acto masturbatorio que alimenta la fantasía de un apocalipsis redentor. Pero este apocalipsis, como el orgasmo reprimido, no llega. La pulsión de muerte freudiana se encuentra aquí con el mito del eterno retorno: destruir para volver a empezar, aunque ese comienzo nunca llegue.

El cuerpo, en este contexto, se convierte en un espacio transicional, un cyborg que vive entre el miedo y el deseo. La corporeidad ya no es solo carne, sino un campo simbólico atravesado por las fuerzas del poder y la tecnología. Este cuerpo-cyborg, que habita la tensión entre lo humano y lo inhumano, carga con el peso del apocalipsis pospuesto, convirtiéndose en un misterio parlante que articula el deseo colectivo de autotransformación.

El acto masturbatorio que acompaña cada ensayo y discurso nuclear es la materialización de esta compulsión. Los gobernantes, al igual que los pueblos, no temen tanto al apocalipsis como al vacío que deja su ausencia. Es el vacío lo que aterroriza, lo que moviliza, lo que otorga sentido a una existencia atrapada en la repetición de un tiempo sin futuro. La guerra, entonces, no es solo una realidad geopolítica, sino una expresión del drama humano más profundo. Es la liturgia donde el cuerpo y el poder se encuentran, donde el miedo se ritualiza y se convierte en sacramento. En esta liturgia, los misiles no son disparados; son exhibidos como objetos de deseo, como fetiches que alimentan la fantasía de un apocalipsis redentor.

La pregunta final no es qué nos queda cuando el terror es el único dios que nos une, sino qué somos cuando ese terror es lo único que da forma a nuestra humanidad. ¿Es el miedo al vacío lo que nos define, o el placer perverso de habitarlo sin cruzar nunca el umbral? En esta dialéctica, el cuerpo humano, la amenaza nuclear y la filosofía de la guerra convergen en una danza que es a la vez trágica y reveladora. ¿Qué queda de nosotros cuando el terror es el único dios que nos une? En este escenario, el apocalipsis se convierte en una parodia de la redención cristiana: una promesa de salvación a través de la destrucción, donde el botón rojo sustituye al milagro y la aniquilación total al paraíso. La humanidad, atrapada entre su fe en la tecnología y su desesperanza existencial, busca en las armas nucleares una forma de trascendencia que siempre le es negada.

El cuerpo, al fin y al cabo, sigue siendo el misterio parlante que sostiene esta tensión. En su expresión, en su descomposición, encontramos las claves para entender no solo el presente de 2024, sino el destino de una humanidad que no sabe si teme más a la muerte o a su propia inmortalidad. Y no pensemos en los cuerpos solo desde una dimensión individual; los cuerpos también tienen una dimensión colectiva. La descomposición corpórea no es solo física, sino existencial: un símbolo de un mundo que se desmorona bajo el peso de sus propias contradicciones.

La amenaza nuclear, como lo plantea el realismo en las relaciones internacionales, también es un mecanismo de equilibrio. Sin embargo, este equilibrio está construido sobre la proyección del deseo humano por la autoaniquilación. Más que un acto de autodefensa, la amenaza es un reflejo del deseo de reinvención a través de la destrucción. ¿Qué significa “sobrevivir” cuando el verdadero miedo no es a la bomba, sino al vacío que deja la ausencia de su detonación? La espera constante del fin es un goce perverso que alimenta la neurosis colectiva. La amenaza nuclear, más que un instrumento de guerra, es una narración existencial que define las relaciones humanas y su lugar en el cosmos. En ese orden de ideas, las armas nucleares no solo proyectan un peligro material, sino una metáfora del fracaso de la humanidad para reconciliarse con su finitud. En última instancia, la bomba nuclear es un intento fallido y no un fin en sí mismo: el intento por renacer sin materializarse en sustancia.

En el contexto de la guerra en el territorio de Ucrania, el cuerpo político, que es después de todo una extensión del propio cuerpo, vive una descomposición que refleja no solo el colapso material, sino la crisis de significado en un mundo donde la destrucción parece inevitable, pero siempre diferida. La tensión nuclear, por su parte, no solo transforma a los individuos, sino a las naciones. Rusia, Estados Unidos y Europa juegan un juego donde la amenaza de la aniquilación total es al mismo tiempo una forma de control y un gesto de desesperación. La guerra en Ucrania se convierte así en un microcosmos de un mundo que se debate entre la pulsión de muerte y el deseo de un nuevo resplandor.

El botón rojo es el objeto a, ese elemento inalcanzable que alimenta tanto el miedo como el goce. Ucrania, al situarse en el corazón de la tensión entre potencias nucleares, encarna esta fantasía: un apocalipsis siempre al borde de estallar, pero eternamente suspendido. Ucrania, convertida en un campo de batalla geopolítico, es un cuerpo fragmentado; los drones y los misiles son extensiones de la carne, prótesis de un cuerpo nacional que lucha por sostenerse mientras se desintegra.

La guerra en Ucrania, con sus atrocidades y su imprevisibilidad, nos enfrenta al siguiente dilema: los cuerpos que sufren no solo enfrentan la muerte, sino la incertidumbre de un futuro donde la paz es tan ilusoria como la victoria. Y es que desde una perspectiva existencialista, la guerra no es solo un evento político; es una experiencia ontológica que redefine lo que significa ser humano. El cuerpo en guerra, entonces, es un enigma que grita desde su dolor. En Ucrania, los cuerpos caídos, desplazados o mutilados hablan de una humanidad que se niega a aceptar su fragilidad, pero que al mismo tiempo la vive en cada herida y en cada cicatriz. Cada ensayo militar, cada despliegue de armas, es una repetición compulsiva de la fantasía de una aniquilación redentora. Este ritual, profundamente castrador, nos mantiene atrapados en un presente interminable en donde decidimos avanzar y luego retroceder.

La guerra y el terror nuclear son los dioses de esos cuerpos heridos, fragmentados, pero aún capaz de hablar, de gritar, de resistir; antesala del mundo en potencia que viene en camino. En Ucrania, los cuerpos mutilados y desplazados son símbolos de una humanidad que lucha por mantenerse entera en un mundo que se fragmenta; con un botón rojo que encarna la promesa de un poder absoluto y, al mismo tiempo, la imposibilidad de ejercerlo sin destruir todo lo que le da sentido. Esta paradoja refleja el núcleo de la castración: el reconocimiento de un límite inherente al deseo humano. ¿Y qué significa ser humano en un mundo donde el poder absoluto es a la vez una promesa y una amenaza?

Autor:
Vicente Quintero. Especialista en Gobierno y Política Pública. Diplomado en Edición Editorial y del Libro.

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Written by Vicente Quintero

Social researcher. Politics, Philosophy, History and Economics. Poetry. Amazon: https://www.amazon.com/dp/B08FCTQP3L/

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