El surrealismo, el mundo de los sueños y la realidad: la imagen anterior a la palabra
Lo interesante del surrealismo, como vanguardia cultural y artística, es que ha habido surrealistas incluso antes de su surgimiento formal como movimiento. El hombre ha estado históricamente fascinado por sus sueños. En última instancia, estos dicen mucho de él. Un universo alternativo que, aún en sus aparentes paradojas, forma parte de lo existente.
La palabra es la base de nuestra cultura y el espacio de creación. Mediante la imagen y el ícono, el verbo se hizo carne; lo invisible se volvió visible; la palabra tomó un rostro humano. Si la palabra es un sonido robado al silencio para dar sentido, el silencio es anterior a la palabra. Más que anterior, el silencio es el espacio de lo primordial. La palabra es la respuesta al vacío de lo no-significante, y en ese orden de ideas, es la base de nuestra cultura. Sin el ritmo que impone la pausa, no habría sentido alguno en el verbo. Esos pequeños espacios de silencio, mudos y cortos, integran unas palabras con otras. El silencio entre palabras permite el entendimiento.
El mundo onírico, al cual el ser humano tiene acceso a través de los sueños, es especial por sus imágenes que, en más de una ocasión, anteceden a la palabra. La palabra y el signo lingüístico, como espacio de creación, le da forma al lenguaje, lo que permite incidir en las relaciones políticas, culturales, sociales, económicas, y hasta sexuales, de una sociedad. La cuestión es que ese poder no es absoluto: el proceso de nominación es el límite de la palabra, en el contexto que definen los alfabetos, las reglas de ortografía y las distintas élites que ejercen el poder a través del lenguaje.
El lenguaje es poder y la comprensión de esta realidad exige trascender las perspectivas antropológicas y humanocéntricas. A través de la modificación de narrativas, el sujeto crea, configura y transforma la realidad percibida. Pero también existe una dimensión del poder que la palabra, la lengua y el lenguaje ejercen sobre la sociedad, aún si esta es abstracta. La palabra domina y es una autoridad que ejerce cierto poder, en tanto conforma, marca y define a los sujetos; la letra los hace pensar, sentir, imaginar, hablar, decir, escuchar, actuar, desear, amar y odiar.
El lenguaje y el pensamiento son interdependientes — en una relación que sigue hoy siendo polémica, aún después de las contribuciones de algunos pensadores como Piaget, Vygotsky y Chomsky — ; los pensamientos son formulaciones que siguen la estructura de las oraciones y los párrafos. El lenguaje representa el pensamiento, pero también, al menos hasta cierto punto, lo marca. Existe un condicionamiento en el activo-pasivo lingüístico, la declinación verbal y la noción de las identidades que emanan de la cantidad de géneros y tiempos disponibles para la expresión. No en vano algunos consideran que una lengua muerta es también una cultura muerta.
El límite del abecedario es también uno de los límites de la escasez de la letra. Las letras del abecedario no son infinitas. La finitud de las letras es una limitación de la capacidad creadora del lenguaje. El proceso de nominación, más allá de los límites del signo lingüístico, permite que el sujeto acceda a lo real; la realidad consciente existe en tanto esta pueda ser aprehendida por el lenguaje. En este orden de ideas, son las imágenes que el sujeto ve en sus sueños las que permiten que ese silencio, que aún no ha sido aprehendido por la palabra en el marco del lenguaje, exprese la Idea. La representación onírica es el espacio del mensaje, aún por descifrar, que encuentra su refugio en el silencio tenaz de aquello que parece inaccesible y inalcanzable. Sueños que rayan para algunos en lo absurdo, no por la ausencia de un simbólico y poderoso mensaje, sino por la dificultad del sujeto para traducirlo en términos más o menos inteligibles.
La imagen es, entonces, el punto ciego de lo inefable, lo pre-nombrable y lo no-nombrable, que no debe entenderse como innombrable, porque no necesariamente lo es, en tanto luego podría ser aprehendido por la letra. El sueño permite que el sujeto acceda hasta aquel lugar donde las palabras no llegan, o bien, encuentran su muerte. La imagen onírica es la impotencia de la palabra, que es a su vez la base de la cultura. Clásicamente, la verdad se consideró una correlación entre la palabra o concepto y la esencia misma de la cosa. Una tradición, no solo grecolatina, sino también judeocristiana. El sueño es, en este orden de ideas, un espacio temprano de representación de las verdades y las palabras de las cuales no tiene aún consciencia, ya sea en una dimensión individual o colectiva. Cuando sueña, el sujeto ve imágenes y representaciones que a veces no logra definir. No existen palabras para hablar de todo.
La vocación surrealista es una actitud ante la vida que manifiesta el deseo de amplificar los planos de experiencia de la mente y el cuerpo, así como aumentar el rango de realización del deseo y la fantasía, para así alcanzar un mayor grado de satisfacción. La gran contribución histórica del surrealismo como vanguardia es que visibilizó que el sueño forma parte de la vida humana y ha sido una importante variable del desarrollo antropológico y sociológico del ser humano, las culturas y las civilizaciones, más allá de las consideraciones trascendentales y sobrenaturales que sobre los sueños se habían hecho hasta entonces. Ante la escasez de la letra, los sueños se han presentado para los surrealistas como una suerte de esperanza utópica de vida humana en plenitud, en donde lo absurdo, o mejor dicho, lo no-comprendido, pasa a tener sentido.
La vinculación de la imagen con el sueño es crucial; soñar es una actividad eminentemente plástica y visual. Las imágenes en los sueños son formas simbólicas, románticas y arquetípicas del conocimiento, la identidad y la desidentidad. Sumergidas en el vacío de lo no-significante e hipostasiadas en la intersección del ser y su no-ser, la imagen onírica es estética y poesía, en donde el sujeto busca aprehender un nuevo espacio de la realidad. El liturgista, como el poeta, crea con la más inmediata y anterior herramienta para crear: la palabra. Y el sueño, en la encarnación de la imagen, termina siendo una extensión de la palabra más allá de la escasez de la letra. El sueño es el espacio de materialización de esa imagen que, a su vez, es un mensaje. Porque las imágenes, aisladas o reproducidas en conjunto, tienen también una narrativa, es decir, son en sí mismas poder creador y comunicador. La visión de la realidad por aprehender se hace más amplia y rompe las fronteras establecidas por la razón, la emoción, la palabra en la dimensión del signo lingüístico y la consciencia. La imagen no pretende ser correcta, sino potente y significativa.
Un universo alternativo que, aún en sus aparentes paradojas, forma parte de lo existente; un mundo abstracto que, en sus formas e imágenes, guarda relación con el mundo real, y más importante aún, se tiene cierta consciencia sobre las experiencias vividas en él. El sueño en el surrealismo se presenta como la superación del bíblico mito de la Torre de Babel (Génesis 11:1–9), el cual señala que el origen de todas las lenguas es uno solo y explica por qué las personas hablan distintas lenguas e idiomas; aún en su subjetividad, los sujetos se entienden los unos a los otros a través de las imágenes. El sueño es un lenguaje universalmente inteligible. En un sentido nietzscheano, este es el espacio de expresión, por excelencia, del Superhombre. La identidad, la desidentidad y la transidentidad del hombre se presentan en su plenitud de colores y metamorfosis. Si bien es cierto que ya en la realidad física el hombre tiene la posibilidad de ser muchas cosas simultánea o sucesivamente — la identidad no es necesariamente irreductible en sí misma — , es en el sueño donde el hombre encuentra las mejores oportunidades de convertirse en el otro, más concretamente, en sus delirios de semi-yo, no-yo, trans-yo y post-yo.
Los sueños son, en sí mismos, una República. Cada vez que soñamos, hacemos vida en la República de los Sueños, la cual es, después de todo, un espejo de curiosas dimensiones y colores de nuestro mundo tangible, cuyas limitaciones son insoportables para una humanidad que, en sus anhelos y ambiciones, lucha contra la escasez, sea esta de recursos o de palabras — y podría decirse que la palabra es también un recurso — . El sueño es la otra mitad de la vida del sujeto, entendido este como núcleo de las comunidades sociales y políticas organizadas. La imagen onírica, más que un vacío de la consciencia, es la plenitud que llena el vacío de lo no-significante de la palabra. El sueño puede ser entendido como una conversación en donde el hombre, durante unas horas, se siente omnipotente. En su aparente pero existente grandeza, conversa con el infinito... hasta que despierta. Es también, con frecuencia, el espacio más íntimo y personal que tiene una persona. Por un instante, el Eros se desata de la censura y luego el hombre se queda con las emanaciones de ese Eros, en forma de ecos, recuerdos y protopalabras. Protopalabras que brotan en los surcos de la memoria para ser aprehendidas.
Cuéntales qué sueñas y te dirán algo nuevo sobre ti. No tienes que hacer uso de la palabra; eso ya es mucho pedir y no es necesario. Define la imagen en su amplia dimensión, que no solo formas, colores y tonalidades, sino también peso, sonido y relieve. ¿Por qué, como ciudadano de la República Onírica, sueñas? El surrealismo, a través de los sueños, le abrió la puerta a la liberación del sujeto, el deseo y el espíritu. Desplegando los ecos de la Idea y las reverberaciones del arte, en las vicisitudes de la historia, es posible advertir que el surrealismo anticipó cambios políticos y culturales. En su propósito y despropósito, el sueño invoca y evoca una reestructuración de la vida. Lo que el sujeto afirma y desea, aún de forma idealista y utópica, tiene poder.
A un siglo exacto de los inicios del surrealismo, podría decirse que sus temáticas ya no son tan delirantes. El mundo, después de todo, ha cambiado. Una ola de sueños, representados unos más que otros iconoclásticamente, se hizo realidad: los aviones, las telecomunicaciones, el internet, la noción de género, la reivindicación de la mujer y hasta el coronavirus, de una u otra forma. No es del todo un ejercicio anácronico la lectura de La Révolution Surréaliste de André Breton, quien consideraba la sexualidad como una dimensión revolucionaria en lo social y lo político. Este es apenas un abrebocas de que el sinsentido del mundo de hoy no es tal: el mundo sí tiene sentido, pero en nuevas formas. No necesariamente menos tradicionales, por cierto. Ya algunos habían soñado esto que vivimos hoy. Conviene recordarlo hoy, en medio de la angustia, la confusión y la tendencia suicida. Tradición, vanguardia y hechos políticos encuentran coincidencias. Más que hablar de utopías y distopías, hay que hablar de la transición de lo surreal a lo real.
Vicente Quintero