Conscientemente concientes: cónyuges sin aparentes compromisos políticos

Vicente Quintero
8 min readNov 14, 2020

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Los últimos días del rey Carlos II de Navarra.

El centro del poder del palacio, que no es estático y se mueve entre y detrás de las sábanas, la cama y la alfombra, es el punto ciego de lo inefable, lo pre-nombrable y lo no-nombrable, que no debe entenderse como innombrable, porque no necesariamente lo es, en tanto luego podría ser aprehendido por la letra. Porque la sociedad es un sistema orgánico en donde los gobernantes ejercen el poder y tienen la autoridad sobre los gobernados, que a pesar de su condición, también tienen una cuota de poder y representación. La relación umbilical que existe entre el sexo y el poder es análoga a la del súbdito espectador con sus poderosos gobernantes, que duermen en las camas del palacio. Y no lo olviden: el pueblo puede ser el que termine pagando, una que otra vez, la frustración sexual en el centro de poder sexual del palacio. Es que alguien tiene que pagar los platos rotos.

Hablar de geometría en el palacio no solo es importante para entender el papel y la trascendencia de esta a través de la figura del triángulo amoroso, sino que también es esencial para vivir plenamente el kamasutra y la biblia. Porque la posición sexual también evoca la forma, enciende la energía y conjura el ritual: así pasa con los tríos, los bacanales y hasta los ciempieses humanos. Porque el ciempiés es un quilópodo y quilópodo viene del griego kheilos (labio) y podos (pie). Y así, hay pocas cosas más divinas y encantadoras para la imaginación que pensar en un cónyuge presidencial que no tenga ningún compromiso político con nadie. Por lo menos no conscientemente, aunque sí en la subjetividad y a través de las identidades y desidentidades. Algo así sería darle rienda suelta a la fantasía del poder desde el mismo trono.

Porque llegar a la cima exige atravesar, lógicamente, un camino. Así es en el estado de naturaleza, y por consiguiente, también en la política. El linaje, cuando mucho, lo que permite es que el sujeto siga el camino que ya sus antepasados han recorrido, es decir, que siga los pasos a partir de un determinado espacio y tiempo, en forma de sucesión. Las vías para llegar al centro del poder son múltiples y la mayoría están ligadas al compromiso político. Este es, por excelencia, el camino para llegar a la cima de la montaña, desde la cual se puede divisar al poder como una línea que separa a los unos de los otros. Pero también unifica, en tanto los grupos permanecen unidos para salvaguardar sus intereses.

Pero toda montaña, sobre todo si se encuentra rodeada de selva, está llena de atajos. Atajos que nos pueden conducir a un laberinto sin salida, o bien, llevarnos a la meta más rápido. Una peligrosa rueda de la fortuna que puede traducirse tanto en buena como en mala suerte. Convertirse en el cónyuge presidencial es un atajo para llegar a la cima de la montaña que traslada hacia el centro del poder. Y en su condición de atajo, no luce como una mala idea cuando se le compara con la carrera que tienen que hacer esos aduladores activistas políticos. Porque entristece ver tanta adulación para que después no reciban el cargo esperado. Disimular sonrisas y tragar saliva para irse luego con las manos vacías.

Y volvamos nuevamente a esto: hay pocas cosas más divinas y encantadoras para la imaginación que pensar en un cónyuge presidencial que no tenga ningún compromiso político con nadie. Ya sea consciente o concientemente, puesto que consciencia (cognición) y conciencia (ética) no hacen alusión a la misma idea. Así, el cónyuge presidencial es la representación del azar y la exteriorización de los elementos más profundos de la psique del sujeto en la toma política de decisiones. No estamos únicamente ante un atajo para subir la montaña, sino ante una vía que, con frecuencia, lleva a las sociedades a darle la cara a lo inesperado, lo impredicible, y sobre todas las cosas, lo que estaba sumergido en la realidad. La rienda suelta a la fantasía onírica.

Sea o no una pareja oficial, ocupar los tronos del palacio tiene un significativo papel en el sentido de que esta es una posición clave para influenciar el ejercicio real del poder. Porque la palabra es más efectiva en tanto esta puede penetrar las barreras y llegar a los lugares indicados; de lo contrario, el eco la termina difuminando hasta que es casi ininteligible. En otro orden de ideas, la palabra es una cosa tan sublime que no debe malgastarse la saliva de uno.

Porque aún sin ‘compromiso político’, el sujeto se desarrolla en sociedades organizadas que comparten valores, símbolos y tradiciones que hacen que unos lo asuman a él como ‘uno de los suyos’. A través de la subjetividad de la identificación, los grupos evalúan constantemente a los sujetos a su alrededor para determinar si son o no de los suyos. Y es que todos tenemos una identidad, aunque no estemos de acuerdo en sus tipos de manifestación. Identidad que no siempre controlamos. Identidad que, en su tenaz talante definitorio, se convierte en el yugo de la letra sobre el hombre y del hombre sobre el mismo hombre.

La cuestión aquí es la identidad: el sujeto, aún sin ‘identificarse’ con nada, es algo — y de alguna forma, también representa a ese algo — . Identidad no es genuina expresión. Tampoco es simple existencia. Empezando por el nombre del sujeto que, de una forma u otra, lo ata a un grupo, una tradición, unas costumbres y ciertos espacios geográficos que se traducen en una forma de comprender al mundo, en el sentido de que la geografía también es cultura. Desde que el sujeto nace, tiene este un papel y lugar en la sociedad. Porque el ejercicio de nuestra libertad sobre la identidad no es pleno, sino limitado; la identidad se impone y no siempre al mismo ritmo en el que aprendemos a apreciar la belleza de la diferencia y los pequeños detalles. El problema, por supuesto, no solo se limita al nombre que, después de cierto tiempo, en algunos países se puede cambiar. Más allá del nombre, son infinitos los elementos que forman parte de nuestra identidad: cultura, etnia, sexo, género, afiliaciones ideológicas, pertenencia al grupo, étcetera. Nuestro historial de búsqueda en internet también podría ser considerado como parte de ella, o al menos como un reflejo suyo.

Las identidades de clase y de género también se imponen desde la misma niñez. Lo vemos cuando le enseñan a los niños a cantar consignas políticas que no comprenden del todo, pero terminan internalizando prejuicios a través de la socialización; lo vemos cuando nos enseñan a rezar y adoptamos la concepción particular del mundo de una cultura religiosa; lo vemos cuando a veces hacen al niño ‘transicionar’ de un género al otro, sin que este tenga una adecuada consciencia-conciencia sobre los cambios a realizar y sus implicaciones, es decir, sin que los niños estén preparados para tomar decisiones con responsabilidad y libertad. De hecho, todavía es tema de debate entre siquiatras, psicólogos y especialistas el establecimiento de una edad mínima y una edad óptima. Lo cual no significa que estén en contra del procedimiento, sino que buscan asegurarse, en lo posible, de que el niño tenga el más óptimo desarrollo como ser humano.

En otro orden de ideas, hay casos en los que toman decisiones sobre nosotros y nosotros tenemos parcial consciencia-conciencia sobre estas. Y todo esto también lo vemos cuando le enseñan a dibujar la típica casa con la chimenea, o bien, a la familia promedio. Porque así se reproducen, a través de la educación, los estereotipos: no se aprende a apreciar la unicidad de la cosa en sí en una amplia dimensión, sino a sobregeneralizar y sobreencasillar. Lo exótico puede volverse objeto tanto de admiración como de discriminación negativa, dependiendo no solo de los grados de comprensión cognitiva y aceptación moral de lo diferente, sino de su capacidad para satisfacer los intereses de las estructuras de poder de una sociedad que, a través de la publicidad, la educación y los medios de comunicación, persuaden los gustos y actitudes de los consumidores.

Todo ello tiene, en última instancia, grandes implicaciones políticas. Ejercer el poder sobre una sociedad es representarla políticamente, como gobernante y como autoridad. Representaciones que dibujan y desdibujan identidades que son un yugo de la sociedad sobre el sujeto, pero también del sujeto que gobierna sobre la sociedad. Porque así como la identidad es impuesta, al menos en cierto grado, el gobernante que como sujeto ha pasado por el yugo de la identidad y los procesos de identificación y desidentificación, también impone identidades, clases y representaciones simbólicas que dependen de la percepción, la performatividad y la asociación. Porque las identidades no son inmortales, aunque el yugo de la identidad como cosa en sí misma sí parece serlo.

Hablar de la política de la identidad implica un código de ética que es la indumentaria más natural del sujeto en comunidad. Indumentaria que nos cubre y además nos categoriza según la posición y el estatus. Es en este espacio de subjetividad que adquiere mayor relevancia el análisis del potencial político del cónyuge del gobernante. Porque el cónyuge tiene una identidad, impuesta o comprada en menor o mayor grado. Sí, comprada. Es un hecho público y notorio la existencia del mercado de compraventa de identidades. Pasaportes nuevos que permiten iniciar una nueva vida y tener varias identidades de forma sucesiva y/o simultánea.

Identidad de la que el sujeto desea liberarse plenamente, para expresarse y existir sin mayores ataduras. Pero la identidad seguirá estando ahí y lo perseguirá hasta el final, en tanto ya ha sido parte de su historia como persona y de su memoria personal. Y esa identidad, que es quizá el mayor limitante del deseo de libertad y sus variadísimas expresiones históricas liberales, influirá en el diseño e implementación de la política.

En un mundo cada vez más dinámico y menos predecible, en estos tiempos de inteligencia artificial y difuminación de la privacidad mediante la virtualidad de la cotidianidad, esto es fascinante. Pensar en el centro del poder del palacio y sus vías de acceso nos hace reflexionar sobre nuestro futuro como colectivo. Porque el deseo siempre está ahí, aunque no siempre le demos rienda suelta. Y es que así como el ser no debe limitarse a la identidad, puesto que esta es impuesta y no tiene la plenitud de la expresión, la esencia y la existencia, el análisis sobre el ejercicio del poder no debe reducirse a los compromisos políticos-partidistas.

Quien se sienta en el trono no siempre tuvo, al menos no conscientemente, un compromiso político con algo y con alguien. En tanto exista una pequeña raíz de deseo y fantasía, es más que suficiente para germinar el poder de dominar desde la génesis de la aleatoriedad de la existencia, anterior al determinismo de la identidad que, más que una afirmación del ser a través de la identificación de unos con otros, puede ser la doble negación del ser al negar su genuina expresión e identificándolo con lo que no es. Por todas estas razones y muchas otras más, es que a lo largo de la historia nos han fascinado las historias de los acompañantes de los gobernantes. Ahí está una parte de la realidad sumergida (surreal) que quiere salir a flote. Veamos nuevamente la imagen que acompaña este artículo y reflexionemos sobre su contexto. Porque la presencia de Carlos II de Navarra en llamas es un detalle importante, mas no deja de ser superficial en tanto no sea contextualizado y aprehendido por la trascendencia del significado. Las imágenes dicen mucho más de lo que el sujeto promedio ve a simple vista. Y también las palabras. No quisiera cerrar con un punto final, aunque las normas de ortografía me obliguen a hacerlo. Porque es que este no es el final.

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Vicente Quintero
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Written by Vicente Quintero

Social researcher. Politics, Philosophy, History and Economics. Poetry. Amazon: https://www.amazon.com/dp/B08FCTQP3L/

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